Panopticon

Un edificio panóptico es aquél que ha sido diseñado de tal modo que todo su interior puede verse desde un solo punto. En el caso de una prisión, un solo guardia puede vigilar simultáneamente a todos los reclusos desde una torre central que además, debido a su diseño, hace que éstos sean incapaces de detectar al vigilante. Independientemente de si hay o no una vigilancia efectiva el recluso acaba asumiendo que existe en todo momento, y esta asunción condiciona (y por tanto controla) su comportamiento. Según Michel Foucault en Vigilar y Castigar (1975), éste es el sistema que las diferentes manifestaciones del poder utilizan en las sociedades contemporáneas: ya sea en fábricas, escuelas, prisiones e incluso en la vía pública, la sensación de estar siendo vigilado está cada vez más presente en el ciudadano.
Es obvio que en la actualidad la vigilancia ya no es panóptica en un sentido estrictamente físico sino que se ha transmutado en vigilancia remota (CCTV, Internet, radar, satélites). Pero el concepto es el mismo: mecanismos centralizados de control óptico que generan la percepción de una vigilancia permanente. Varios artistas como Peter Halley han trabajado en el pasado sobre esta idea.
Pensemos sin embargo en un auditorio o en un estadio deportivo. Estos edificios tienen normalmente un uso lúdico o cultural, con lo cual no hablamos de vigilar sino a lo sumo de asistir o contemplar. Pese a tener un diseño muy parecido al del edificio panóptico clásico (un mismo punto central, una distribución radial), podría decirse que el concepto es el contrario: el centro lo ocupa no quien observa sino quien es observado. Un elemento individual observado por la masa. La singularidad expuesta a la generalidad. Pensemos en esta masa como inerte, anónima, escondida en la abstracción oscura de la grada o del patio de butacas. Pensemos, según la terminología de Baudrillard, en ella como mayoría silenciosa. La masa como éter dotado de un poder latente, sordo, poseedor de una inercia terrible. La masa como enorme monstruo perezoso que repta abrumado por su peso.
Y justo en medio, el campo, la palestra, la tribuna, el orador. Tratando de articular un discurso. Enarbolando un sentido. Buscando en vano una respuesta también articulada, o tan sólo buscando una respuesta. Un eco. Expuesto a los cientos, o miles, o millones de ojos de un plasma multiforme y ciego. Un orador que imagina que hay por ahí otros oradores enfrentados a sus respectivos auditorios, y anhela una comunicación con ellos, una conexión íntima que le traiga la esperanza de saberse acompañado en algún otro lugar, por más remoto que sea.

Pensemos finalmente en un individuo que a su vez observa todos estos sistemas, cómodamente instalado en la butaca de su torre de vigilancia. Un individuo que vigila sin ser visto.
 

Michaël Borremans

The Hare, 2005, óleo sobre lienzo, 40 x 50 cm.
Michaël Borremans es un artista belga nacido en 1963. Se dedica principalmente a la pintura y al film. Desde sus inicios, a finales de los 90, su obra se ha expuesto en multitud de exposiciones individuales y colectivas, y ha transitado por importantes escenarios artísticos internacionales como The Armory Show o Art Basel. En la actualidad trabaja con las galerías Zeno X de Amberes (Bélgica) y David Zwirner de Nueva York.

Su obra pictórica, casi siempre consistente en pequeños y medios formatos, muestra un lenguaje realista de factura clásica, casi decimonónica, que no obstante entra en confrontación con lo enigmático e irreal de las imágenes. Personajes en medio de escenas equívocas, figuras humanas "partidas" presentadas sobre una mesa -casi de disección-, mundos en miniatura dotados de una extraña lógica interna, etc. Sus films, abordados más como pinturas que como películas, son casi tableaux vivants; la quietud de sus personajes apenas deja traslucir un movimiento mínimo, una respiración sofocada. Filmados siempre en película, posteriormente transferidos a DVD y presentados en pantallas enmarcadas a modo de pinturas o fotografías, sus films están hechos para demorarse, para recrearse en su exquisita lentitud.

El trabajo de Borremans simula una legibilidad, aparenta un sentido, pero escapa a toda pretensión de encontrar una respuesta. Se le ha llegado a relacionar con el surrealismo y en especial con Magritte, comparación ésta a la que quizás le pese excesivamente su mutua condición de compatriotas. Los artistas surrealistas, imbuidos de las nuevas ideas provenientes del psicoanálisis freudiano y convencidos de la naturaleza eminentemente irracional del proceso creativo, crearon mundos visuales irracionales y fantásticos, tan merecedores de exploración como el mundo real. Por otra parte, no carentes de objetivos políticos, adoptaron como santo y seña una suerte de utopía no lejana a una filiación marxista. El trabajo de Borremans no tiene nada que ver con esto. No se trata de explorar irrealizables utopías futuras ni de correr bajo el abrigo del inconsciente. Se trata del propio ser humano y sus de inherentes limitaciones. Se trata de nuestra naturaleza frágil, equívoca, ambigua, vulnerable. Se trata, en definitiva, de las cualidades de lo humano .

The Load, 2008, óleo sobre lienzo, 40 x 50 cm.
A modo de brevísimo repaso de su obra pictórica, cabe destacar The Constellation (2000), The Preservation (2001), Add and Remove (2002), Four Fairies (2003), The Load (2008), Automat (I) (2008) y The Load (II) (2009). En cuanto a sus películas, son destacables The Storm (2006), The Feeding (2006), The Field (2007), Add and Remove (2007) y Taking Turns (2009).


Lo que me atrae de la obra de Borremans es esa mezcla de aparente candidez inicial e inquietante extrañeza que crece a medida que se observan sus pinturas. Las preguntas acerca de qué está sucediendo en lo representado, quién es el personaje en realidad o a qué aluden esas figuras cortadas por la mitad, pronto renuncian a cualquier lógica convencional que las hiciera ser contestadas, y pasan a ser sustituidas por la atención hacia los detalles de un todo gobernado por reglas ocultas, que no deja sino ser sentido, percibido. Es una suerte de ritual del que Borremans me invita a formar parte sin subterfugios, sin otra condición que aceptar el juego.

A nivel puramente visual, la pintura de Borremans me trae ecos de la de su compatriota Luc Tuymans, en el sentido del cripticismo de unas imágenes herméticas, difícilmente descodificables sin el suministro de un código referencial. En el caso de Tuymans uno queda satisfecho: detrás de cada cuadro hay una razón, una historia. Su dimensión política es ineludible. No ocurre así con las pinturas de Borremans: no hay solución real. Son una simulación, tan sólo un trozo de cáscara de lo real. No pueden ser leídas, sino a lo sumo sentidas. Y eso me interesa. No sabría explicarlo bien, pero creo que tiene algo (probablemente mucho) que ver con el arte.

Andy Denzler: ecos en movimiento


Ha sido, cómo no, gracias a Facebook como he descubierto la obra del suizo Andy Denzler: un amigo ha publicado un enlace a su página web. La propia imagen en miniatura que acompaña al link ya provoca por sí sola la suficiente fascinación como para posponer la divagación cibernáutica y adentrarse en la contemplación de estas imágenes. Son fotografías de pinturas enigmáticas, imágenes que laten sordas tras un velo translúcido, tras una perturbación en movimiento que las transforma casi en fugaces recuerdos.

La fascinación por la técnica aparece casi de inmediato. Uno se pregunta cómo se percibirá en vivo lo que se adivina en la foto, siempre engañosa y pobre. El flujo de la pintura, el grosor de las capas, el aspecto a corta distancia de las mezclas que el azar del deslizamiento horizontal ha provocado, el detenerse en las áreas que no han sufrido movimiento, que permiten entrever las claves del proceso.

El tratamiento de la pintura me remite a las abstracciones tardías de Gerhard Richter y las imágenes desenfocadas a sus retratos de los 60. Y sin embargo, el camino de Denzler es casi el inverso: empezó con la abstracción y ha acabado acercándose a lo concreto. No es, como en el último Richter, un intento de escondernos el referente. Es el propio referente, que me llega desde una enorme distancia. La distancia del recuerdo y de la ensoñación. La distancia de la cinta de vídeo gastada cuya imagen oscila en la pantalla, poniendo ante mis ojos lo efímero de un instante que acaso ya nadie recuerde. Es esa extrañeza de la que hablaba Barthes, la de constatar que aquello efectivamente existió. A pesar de su oscilación, de su fragilidad, de que la pantalla que nos muestra esas huellas de lo real se apagará con un chasquido de un momento a otro, quedando muda otra vez.


Andy Denzler trabaja muy rápido. Me atraen los pintores que pintan rápido. Quizá porque yo también lo hago. O quizá porque la pintura en realidad es eso, embarcarse tras mucho meditar, tras mucho investigar, tras mucho acumular y preparar y manipular, tras todo ese trabajo previo; embarcarse por fin en la propia pintura y abandonarse por entero al proceso, sin un respiro, hasta el final.


Habría que plantarse ante una obra de Denzler y corroborar in situ todas estas impresiones, o puede que -plausiblemente- hubiera que matizar algunas, pero sea como fuere seguro que la experiencia merecería la pena. Y, si no lo remedia una próxima exposición por nuestras latitudes, el viaje a Zurich también.

www.andydenzler.com