El espectáculo del mundo del arte: un viaje de siete días

 


Siete días en el mundo del arte, de Sarah Thornton, es un relato etnográfico que se centra en el sistema del arte contemporáneo internacional previo a la crisis actual, en unos años en que el mercado del arte ha vivido un boom sin precedentes. El libro pretende esbozar un retrato de los principales escenarios de este mundo y de sus grandes protagonistas, aquéllos de mayor peso específico cuyas acciones, relaciones y sinergias determinan la evolución del panorama artístico internacional.
A partir de un extenso trabajo investigador que incluye numerosas entrevistas, trabajo de campo y una amplia documentación, Thornton construye una descripción del mundo del arte que sigue un hilo narrativo alrededor de una semana imaginaria, formada por días vividos de forma real por la autora. Cada día se desarrolla en un escenario concreto diferente que, en un ejercicio de generalización, le da título: la subasta (crónica de un día de subasta en la casa Christie’s en Nueva York); la crit (una jornada lectiva en el curso “Post-Studio art” en el California Institute of the Arts, a cargo del artista y profesor Michael Asher); la feria (primer día de Art Basel 2006); el premio (la entrega del premio Turner en 2006, que fue adjudicado a la pintora Tomma Abts); la revista (una visita a las oficinas de Artforum en Nueva York); la visita al estudio (en concreto, al estudio-factoría del artista japonés Takashi Murakami); y la Biennale (el título más específico de los siete, bajo el cual se relata la asistencia a la 52ª Biennale di Venezia en 2007).
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Cuántas veces habremos escuchado la frase “el arte no es espectáculo”. Muchas, al menos por lo que a mí respecta. Y cuántas otras nos habremos sentido confundidos cuando topamos con una obra de arte espectacular. Entonces, ¿es que hay veces en que el arte sí es espectáculo? ¿O es que acaso la espectacularidad de esa obra en particular deba ser sospechosa de esconder ominosas carencias? Probablemente sea éste un dilema absurdo, como también lo sea la simplificación de la que parte.
Me sucede que suelen desagradarme las frases absolutas. Creo que beben, precisamente, de una pretensión de espectacularidad. Buscan el estatus de lema, la sentencia lapidaria de rápida propagación. Anhelan una trascendencia que sobreviva a su formulación casual y casi siempre precipitada. Además creo que incurren en una reducción conceptual cuanto menos poco aceptable y, en algunos casos, sencillamente equivocada. La primera vez que escuché la frase anterior fue en boca de una profesora, en uno de mis primeros días en el taller de pintura de Bellas Artes. Inmediatamente me vinieron a la mente por lo menos media docena de obras famosas (y, además, interesantes) que por sus dimensiones, por su desarrollo formal o por su impacto en el receptor, podrían seguramente considerarse espectaculares. No oso pretender que aquella profesora estuviese equivocada, pero sí debo decir que su agresiva (y casi despótica) proclama me puso en guardia contra los peligros de toda generalización, sobre todo si se practica en este territorio de ambigüedades que es el arte.
Dicho esto, me parece que el texto de Sarah Thornton rezuma espectacularidad por los cuatro costados. Esto podría ser incluso normal dado el target sociocultural del que se ocupa: grandes curadores, acaudalados coleccionistas, eventos de postín, artistas-estrella que son al arte lo que Bin Laden es al crimen, curadores fetiche que despliegan su carisma ante los focos mundiales. Pero aquí se plantea una primera pregunta clave: ¿es este mundo espectacular la síntesis perfecta (o por lo menos la más adecuada) del más amplio mundo del arte?
Ante todo, no hay duda de que Thornton acomete un análisis extensivo y sugerente de los ámbitos que describe. Su caracterización de los diferentes roles existentes en el gran arte y de las complejas relaciones entre éstos, es clara y eficaz. El trabajo que hay detrás del texto es monumental. La ingente cantidad de personas entrevistadas, el alcance geográfico del estudio y el amplio período abarcado dan una medida de la enorme capacidad de trabajo de la autora. Es notable también su pericia a la hora de tejer el hilo narrativo a partir de una tupida y heterogénea fuente de material: entrevistas, hemeroteca, notas de campo, etc. Además parece tener una gran habilidad para conectar con sus informadores, a tenor no tan sólo de numerosos pasajes del libro en que describe su relación con algunos personajes (no sin cierta autocomplacencia en alguna ocasión), sino también de la cantidad de fuentes informativas conseguidas.
Sin embargo, lo primero que se echa en falta en la obra es todo aquel tránsito que va desde la escuela de arte, es decir, desde la cuna del artista, hasta su aterrizaje en los escenarios fulgurantes del arte más mediático. Es como si no existiera nada en medio. O mejor dicho, como si lo que hay no tuviera una relevancia significativa en los procesos de consolidación y visibilidad del discurso artístico. Estaciones intermedias claves en la carrera de un artista, tales como la primera exposición, el centro de arte, el premio local o la residencia, son aquí obviadas. Una elipsis insólita si de lo que se trata es de entender la emergencia y el asentamiento de las prácticas artísticas contemporáneas.
Pese a declarar que su objeto de interés es el mundo del arte en general, pronto se hace evidente que los mecanismos del mercado en particular (y, más en concreto, del gran mercado) ocupan un lugar predominante en el texto. También es relevante que los miembros escogidos de cada escenario sean siempre los más guapos de la clase. Art Basel como primera feria internacional. La Biennale como la gran exposición de referencia (llama la atención que tan sólo se mencione de pasada la Documenta de Kassel, quizá menos mediática pero mucho más interesante y actual que la anterior, que persiste en el anacrónico corsé de la representación nacional). El estudio de Murakami como artista representativo, cuando la realidad es que personifica un tipo muy determinado de artista: el artista-empresario de producción monumental. La casa Christie’s como uno de los altares forjadores de los grandes hitos históricos del mercado. Artforum como la publicación sobre arte más codiciada del mundo.
Así pues, y retomando la pregunta: ¿es este mundo espectacular una síntesis adecuada (ya que no representativa) del mundo del arte?
La respuesta podría ser: depende de a quién le interese. Quizá convenga recordar el título: Siete días en el mundo del arte. Sugiere una inmersión en un lugar que nos es ajeno, algo así como un viaje turístico. Una promesa de aventura por un territorio desconocido para muchos, un mundo demasiado vasto cuya visita debe reducirse forzosamente a sus hot spots primordiales. Thornton parece convidarnos a este pedazo de cielo; nos invita a infiltrarnos en el mundo exclusivo de las grandes colecciones, de los gustos refinados y del buen ojo cultural refrendado por la omnipotencia económica. En definitiva, nos organiza un safari exprés por la sabana de las grandes bestias del arte, donde podamos ejercer de fascinados voyeurs antes de volver a nuestras mediocres y aburridas vidas.
Así pues, quizá no es casualidad que tanto el estilo como el formato escogidos (relato etnográfico estructurado en una cronología diaria y unido en una semana simbólica) muestren una voluntad sintética y parezcan aspirar a una difusión amplia entre el público no especializado. Es un libro que se lee rápido, casi de un tirón. Su estilo es dinámico y fragmentario. Recuerda el estilo documental televisivo: alternancia de fragmentos de entrevistas con flashbacks y referencias cruzadas, todo bajo un hilo narrativo que se sirve de la repetición para crear sus personajes y lugares comunes. La búsqueda de empatía con el lector es palpable. Parece, pues, que uno de los objetivos de la autora es llegar al gran público.
Pero Thornton también es historiadora de Arte. Uno de sus intereses declarados es investigar los procesos de valoración que operan sobre una obra de arte hasta hacerla representativa. En otras palabras, la autora buscaría aquellos mecanismos que escriben hoy la Historia del Arte y, en base a los escenarios escogidos, parece que dichos mecanismos son necesariamente los más visibles y mediáticos.
Aun suponiendo que esto fuese cierto, lo que Thornton parece obviar es que estos mecanismos no operan sobre la totalidad de prácticas artísticas, seleccionando unas y descartando otras en igualdad de oportunidades. Nadie puede aspirar a ser seleccionado para el premio Turner o para la Biennale, ni puede soñar con una reseña en Artforum, si antes no ha sido elevado a un lugar visible en el panorama artístico. Y los caminos que conducen a ello son mucho más complejos y mucho menos “glamurosos” que el mundo aquí retratado. Son historias de pequeños éxitos o de grandes fracasos, de aciertos y desaciertos, historias de sinergias y de antagonismos lejos de los flashes de la prensa. Un mundo de trabajo diario en precario, de competencia por el acceso a plataformas altamente selectivas, donde hay que creer en uno mismo a pesar de las dificultades y lidiar con instituciones miopes o endogámicas; un mundo lleno de artistas que luchan por mantener la autonomía de su obra mientras buscan su necesaria difusión, y de galeristas que luchan por hacerle un hueco a sus creadores en una jungla hipercompetitiva y desigual, y de críticos comprometidos con el arte emergente desde plataformas modestas, y de jóvenes promesas que acaso nunca abandonen su condición de promesas. Éste es, también, el mundo del arte. El gran mercado, el mundo de los supertitulares, el éter burbujeante de la vie en rose, en suma, el espectáculo social de unos triunfadores encantados de haberse conocido, todo ello es tan sólo la punta del iceberg.
Thornton define su obra como una “muestra sintética y representativa de un período extraordinario en la historia del arte”. Una muestra que, a mi juicio, tiene mucho de sintética y poco de representativa. Thornton falla en su supuesto objetivo de esclarecer las vías por las que se refrenda el arte, puesto que se centra exclusivamente en esta punta del iceberg. En cambio, acierta a la hora de acercar este mundo al gran público: prueba de ello es que su obra puebla las estanterías de las librerías de medio planeta.
Sea como fuere, el caso es que Siete días en el mundo del arte es lo que es: un libro ameno y entretenido que nos permite conocer desde dentro el bullicio alrededor del gran Arte, y entender que el mercado influye no poco a la hora de certificar la permanencia histórica de los signos artísticos. Pero sobre todo nos permite observar, bien con fascinación, bien con reprobación, el apabullante universo social de una élite cultural. Que cada cual escoja su propia reacción.
Quizá sea éste uno de los mejores cumplidos que podamos hacerle a Thornton: que haya resistido la tentación de sacar conclusiones y las deje en manos del lector. No en vano ella misma reconoce en una entrevista: “me interesan más los juicios de los demás sobre el arte que los míos propios”. Puede que el arte no sea espectáculo, pero lo que parece cierto es que una buena dosis siempre ayuda a acercarlo a las grandes masas. Aunque sólo sea por ello, chapeau.

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