El nuevo Panóptico. Disciplina, vigilancia y espectáculo social


La concepción de la prisión moderna introdujo un tipo específico de edificación: la arquitectura panóptica. Ideado a finales del siglo XVIII por el pensador y jurista inglés Jeremy Bentham, un edificio panóptico se basa en la idea de que una sola persona pueda vigilar a la vez a todo el conjunto de individuos. Desde una torre central, el vigilante domina sin ser visto todos los puntos del edificio así como a todos los sujetos, distribuidos de forma circular a su alrededor. Cada persona no sabe nunca si está siendo observada, por lo cual debe actuar como si lo estuviera siempre: de este modo acaba interiorizando este mecanismo hasta el punto de convertirse, él mismo, en su propio vigilante. El diseño espacial se convierte así en instrumento específico de aplicación del poder y, además, en todo un modus operandi general para el suministro de disciplina a grupos humanos. No en vano la gran eficacia de este sencillo método carcelario extendió, durante los siglos XIX y XX, el uso de la aquitectura panóptica a la construcción de escuelas y hospitales. 

Michel Foucault, en Vigilar y castigar (1975) describe este mecanismo panóptico no sólo como una tipología arquitectónica concreta, sino además como el modelo simbólico paradigmático del uso del poder en la época moderna: el dispositivo disciplinario [1]. En las sociedades modernas y contemporáneas (o, en su terminología, las “sociedades disciplinarias”), la forma en que se manifiesta el poder ya no es la del espectáculo público, esto es, el castigo ejemplar en la plaza ni la receta de pan y circo; es la de la disciplina. Ésta somete a sus integrantes a un control sistemático y eficiente en muchos aspectos de su vida. Foucault ha escrito: 
"la hermosa totalidad del individuo no está amputada, reprimida, alterada por nuestro orden social, sino que el individuo se halla en él cuidadosamente fabricado, de acuerdo con toda una táctica de las fuerzas y de los cuerpos. Somos mucho menos griegos de lo que creemos. No estamos ni sobre las gradas ni sobre la escena, sino en la máquina panóptica, dominados por sus efectos de poder que prolongamos sobre nosotros mismos, ya que somos uno de sus engranajes” [2]
En definitiva, según Foucault el diseño panóptico es el punto de partida en el que hunde sus raíces toda una genealogía moderna de la vigilancia. 

La aplicación moderna del poder hace uso del espacio como instrumento eficiente y económico. Se podría decir que el esquema panóptico tiene su correlato en el diseño urbano contemporáneo. La labor del urbanista es eliminar de la ciudad todo lo que hay en ella de caos y de imprevisibilidad. En la creencia de que mediante una concepción previa determinada del espacio urbano sus habitantes adecuarán sus comportamientos y relaciones a las pautas prefijadas, el diseñador se constituye en una suerte de demiurgo que se apresta a delimitar, marcar y delinear. Siguiendo a Manuel Delgado, su objetivo –y su obsesión- es convertir la urbs, espacio temido por el acontecer ajeno al poder, en polis, a la que sirve [3]. Un espacio perfectamente legible, rápidamente interpretable, cuyos usuarios queden reducidos a la mera condición de transeúntes. La finalidad última es el control permanente de toda actividad urbana, que es lo mismo que decir de toda actividad social. El poder trabaja incansablemente para mantener el orden público, entendido como un estado ideal de visibilidad total, de transparencia absoluta de cada acción individual, que suprima de facto la posibilidad de conflictos, de disensos, o sencillamente de comportamientos indetectables. El poder concibe la planificación urbanística como la herramienta a priori para la consecución de este objetivo. La ciudad debe ser geométrica y racional para poder ser convenientemente monitorizada. Sus vericuetos deben ser destapados; sus opacidades, erradicadas. Tan sólo una visibilidad total puede garantizar un control total.

En los últimos tiempos, las nuevas tecnologías (CCTVs, sistemas telemáticos, Internet, telefonía móvil) han hecho posible la extensión del panóptico hasta ámbitos antes insospechados, y también su descentralización en nodos de vigilancia heterogéneos y remotos. El espacio urbano (y, cada vez más, el interurbano) está plagado de cámaras que monitorizan nuestro comportamiento y envían las imágenes a servidores centralizados para su análisis, procesado y almacenaje. Se ha llegado a decir que las ideas de Foucault han quedado obsoletas en tanto remiten a una concepción moderna del panóptico basada en una centralidad física, espacial; hoy quizá quepa hablar de un “post-Panóptico” [4] o de un “superpanóptico electrónico” [5].

Gilles Deleuze ha dicho que las sociedades disciplinarias de Foucault han sido desplazadas por las “sociedades de control”, que ya no operan mediante encierros espaciales sino mediante la dispersión controlada y el alejamiento del ciudadano de los centros de poder. El médico a domicilio ha sustituido al hospital; la empresa ha sustituido a la fábrica. El individuo lleva a su casa el control mismo en forma de teletrabajo, de autoformación continuada y de endeudamiento, que es en realidad su encierro. La placa identificativa ha dado paso al password, que es lo que le separa del acceso a la información. El nuevo instrumento de control social no es la disciplina sino el marketing [6]. 

Por otra parte, el consumo generalizado de tecnología ha añadido a sus bondades un efecto perverso sobre el ciudadano anónimo. Mientras Internet ha llevado a todos los hogares el ojo ubicuo de los poderes políticos y económicos, la telefonía móvil lo ha instalado en el individuo mismo. Un aspecto fundamental del Big Brother televisivo (que no del orwelliano) era que sus participantes se sometían a la vigilancia de forma voluntaria. De algún modo esto mismo ocurre con el uso de Internet y de los dispositivos móviles: el ciudadano-consumidor, pese a ser consciente de su pérdida de anonimato, decide voluntariamente incorporarlos a su vida.

En los últimos cuatro o cinco años, la joven historia de la vigilancia panóptica ha conocido una interesante vuelta de tuerca. La llegada de la llamada Web 2.0 ha supuesto un cambio de rol en el tradicional ciberusuario, que ha pasado de una actitud pasiva a una activa, convirtiéndose en productor de contenidos. La Red es ahora más transversal, más multilateral y menos jerárquica. La apabullante irrupción de las redes sociales, que ha llevado la propagación de contenidos hasta velocidades de vértigo, y la popularización de dispositivos móviles “inteligentes”, han convertido a la sociedad occidental entera en un permanente Big Brother, en un show televisado global en el que todos somos a la vez actores y espectadores.

Pero existen en la arena otros espectadores que no están visibles. Ocultos tras el banquete tecnológico, recaban datos, registros, localizaciones y pautas. Acumulan con paciencia una información precisa de cada individuo, servida por él mismo a cambio de mayor acceso a información y servicios. Controlan el sistema para tratar de mantener este juego de apariencias “democrático” en una dimensión lúdica, de consumo, lo cual equivale a decir inofensiva. El binomio Web 2.0-iPhone es el panóptico de nuestros días. Su mecanismo ya no es la disciplina sino el mercado dirigido y la exhibición social. Su cerebro es cada vez menos político y más económico. Sus tentáculos son más invisibles y su cara es más evanescente que nunca. La lógica del espacio centralizado ha sido desplazada por la del espacio difuso, virtual.

Los efectos generalizados de la crisis actual han hecho proliferar un uso diferente de las nuevas tecnologías, en apariencia más cercano a la utopía de una red democrática. En el último año, las nuevas revueltas sociales globales han visto en Facebook o Twitter vías idóneas de propagación, de comunicación directa entre los ciudadanos; un canal por el que hacer públicos registros documentales no mediados de las actividades ilícitas del poder. El ojo de la cámara se ha vuelto hacia su habitual operador y le mantiene en el foco, revertiendo la dirección unívoca de la vigilancia. Basta con llevar un dispositivo móvil para convertirse en vigilante. La sinceridad de las imágenes crudas puede dar la vuelta al mundo en cuestión de horas, y éstas llegan a cada individuo libres de toda mediación. Pese a los altos niveles de “ruido” que contaminan la red, como ya señaló Paul Virilio en su crítica “dromológica” a la era de la información [7], estas imágenes son susceptibles de un consumo directo, en bruto. Son imágenes-documento, del mismo modo que lo son los inputs de la televigilancia en sentido inverso: material pendiente de procesar, que habita un estadio previo a toda interpretación y a toda mediatización. Es decir, un estadio pre-político. Con ello, la imagen en bruto conlleva un potencial de repolitización ciudadana, al contrario de lo que ha preconizado Virilio: al adormecimiento por el ruido de los blogs acaso le siga el despertar por el silencio del documento en bruto. La velocidad de la comunicación global, que para el autor deviene en una nueva forma de fascismo, ha permitido pensar una resistencia al totalitarismo. Parece, pues, que hay espacio para la política. Movimientos como Occupy Wall Street o el 15-M tienen mucho que ilustrar al respecto.

Pero esta comunicación directa y transversal, este aparente by-pass al control del poder, son en el fondo tan sólo ilusorios. Por un lado, el medio de transmisión mismo no es libre sino propiedad de unas pocas corporaciones. Puede que el agua sea nuestra, pero el grifo no lo es. Por otro lado, tal como artistas como Harun Farocki se encargarán de señalar, tampoco podemos confiar en las propias imágenes-documento. No es posible verificar ni su procedencia ni su autoría, como tampoco saber siquiera si reflejan el acontecimiento real. En la era del videojuego, de Photoshop y del self-editing, las imágenes han perdido toda legitimidad como “documentos de la verdad”. Baudrillard está en lo cierto: todo es, o es susceptible de ser, simulacro.

En aras de la seguridad pública y de una supuesta protección de derechos individuales, el poder político interpone cada vez más trabas a la libre circulación de contenidos en red. El caso Wikileaks-Assange y el refuerzo de las leyes de protección de derechos de autor son sólo unos pocos ejemplos de esta tendencia fiscalizadora de la Red. Bajo ella late el nerviosismo de unos poderes públicos angustiados por controlar este riesgo viral a su propia permanencia. Con todo, el poderoso del mundo “libre” duerme tranquilo. Sabe bien que exorcizar sus fantasmas es tan fácil como cerrar un grifo.  


Javier Girón.
Enero de 2012.




[1] Boyne, R. “Post-Panopticism. En: Economy and Society, núm. 29, 2000, p. 285-307.
[2] Lyon, D. Surveillance Society: Monitoring Everyday Life. Open University Presss, Buckingham, 2001. Citado en: Koskela, Hille. “‘Cam Era’. The contemporary urban Panopticon”. En: Surveillance & Society, vol. 1, núm. 3, 2003, p. 292-313.
[3] Deleuze, Gilles. “Post-scriptum sur les sociétés de contrôle”. En: L 'autre journal, núm. 1, París, mayo de 1990. Traducido en: Polis. Revista Académica Universidad Bolivariana [en línea; consulta: 28-11-2011 ].
http://www.revistapolis.cl/13/dele.htm
[4] Foucault, Michel. Vigilar y castigar. El nacimiento de la prisión. Siglo XXI, Madrid, 2004.
[5] Ibíd., p. 220.
[6] Delgado, Manuel. “De la ciudad concebida a la ciudad practicada”. En: Archipiélago: Cuadernos de crítica de la cultura, núm. 62, 2004, p. 7-12. 
[7] Virilio ha dicho: “el riesgo [de Internet] no es la censura por privación de información sino rigurosamente lo contrario: la censura por saturación, indiferenciación, ruido e interferencias, babelización: todo el mundo habla, nadie se escucha. Crece la despolitización”. Virilio, Paul, “Hay que recuperar la historia” (entrevista). En: El Paseante, núm. 27-28, Madrid, 1998.

El espectáculo del mundo del arte: un viaje de siete días

 


Siete días en el mundo del arte, de Sarah Thornton, es un relato etnográfico que se centra en el sistema del arte contemporáneo internacional previo a la crisis actual, en unos años en que el mercado del arte ha vivido un boom sin precedentes. El libro pretende esbozar un retrato de los principales escenarios de este mundo y de sus grandes protagonistas, aquéllos de mayor peso específico cuyas acciones, relaciones y sinergias determinan la evolución del panorama artístico internacional.
A partir de un extenso trabajo investigador que incluye numerosas entrevistas, trabajo de campo y una amplia documentación, Thornton construye una descripción del mundo del arte que sigue un hilo narrativo alrededor de una semana imaginaria, formada por días vividos de forma real por la autora. Cada día se desarrolla en un escenario concreto diferente que, en un ejercicio de generalización, le da título: la subasta (crónica de un día de subasta en la casa Christie’s en Nueva York); la crit (una jornada lectiva en el curso “Post-Studio art” en el California Institute of the Arts, a cargo del artista y profesor Michael Asher); la feria (primer día de Art Basel 2006); el premio (la entrega del premio Turner en 2006, que fue adjudicado a la pintora Tomma Abts); la revista (una visita a las oficinas de Artforum en Nueva York); la visita al estudio (en concreto, al estudio-factoría del artista japonés Takashi Murakami); y la Biennale (el título más específico de los siete, bajo el cual se relata la asistencia a la 52ª Biennale di Venezia en 2007).
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Cuántas veces habremos escuchado la frase “el arte no es espectáculo”. Muchas, al menos por lo que a mí respecta. Y cuántas otras nos habremos sentido confundidos cuando topamos con una obra de arte espectacular. Entonces, ¿es que hay veces en que el arte sí es espectáculo? ¿O es que acaso la espectacularidad de esa obra en particular deba ser sospechosa de esconder ominosas carencias? Probablemente sea éste un dilema absurdo, como también lo sea la simplificación de la que parte.
Me sucede que suelen desagradarme las frases absolutas. Creo que beben, precisamente, de una pretensión de espectacularidad. Buscan el estatus de lema, la sentencia lapidaria de rápida propagación. Anhelan una trascendencia que sobreviva a su formulación casual y casi siempre precipitada. Además creo que incurren en una reducción conceptual cuanto menos poco aceptable y, en algunos casos, sencillamente equivocada. La primera vez que escuché la frase anterior fue en boca de una profesora, en uno de mis primeros días en el taller de pintura de Bellas Artes. Inmediatamente me vinieron a la mente por lo menos media docena de obras famosas (y, además, interesantes) que por sus dimensiones, por su desarrollo formal o por su impacto en el receptor, podrían seguramente considerarse espectaculares. No oso pretender que aquella profesora estuviese equivocada, pero sí debo decir que su agresiva (y casi despótica) proclama me puso en guardia contra los peligros de toda generalización, sobre todo si se practica en este territorio de ambigüedades que es el arte.
Dicho esto, me parece que el texto de Sarah Thornton rezuma espectacularidad por los cuatro costados. Esto podría ser incluso normal dado el target sociocultural del que se ocupa: grandes curadores, acaudalados coleccionistas, eventos de postín, artistas-estrella que son al arte lo que Bin Laden es al crimen, curadores fetiche que despliegan su carisma ante los focos mundiales. Pero aquí se plantea una primera pregunta clave: ¿es este mundo espectacular la síntesis perfecta (o por lo menos la más adecuada) del más amplio mundo del arte?
Ante todo, no hay duda de que Thornton acomete un análisis extensivo y sugerente de los ámbitos que describe. Su caracterización de los diferentes roles existentes en el gran arte y de las complejas relaciones entre éstos, es clara y eficaz. El trabajo que hay detrás del texto es monumental. La ingente cantidad de personas entrevistadas, el alcance geográfico del estudio y el amplio período abarcado dan una medida de la enorme capacidad de trabajo de la autora. Es notable también su pericia a la hora de tejer el hilo narrativo a partir de una tupida y heterogénea fuente de material: entrevistas, hemeroteca, notas de campo, etc. Además parece tener una gran habilidad para conectar con sus informadores, a tenor no tan sólo de numerosos pasajes del libro en que describe su relación con algunos personajes (no sin cierta autocomplacencia en alguna ocasión), sino también de la cantidad de fuentes informativas conseguidas.
Sin embargo, lo primero que se echa en falta en la obra es todo aquel tránsito que va desde la escuela de arte, es decir, desde la cuna del artista, hasta su aterrizaje en los escenarios fulgurantes del arte más mediático. Es como si no existiera nada en medio. O mejor dicho, como si lo que hay no tuviera una relevancia significativa en los procesos de consolidación y visibilidad del discurso artístico. Estaciones intermedias claves en la carrera de un artista, tales como la primera exposición, el centro de arte, el premio local o la residencia, son aquí obviadas. Una elipsis insólita si de lo que se trata es de entender la emergencia y el asentamiento de las prácticas artísticas contemporáneas.
Pese a declarar que su objeto de interés es el mundo del arte en general, pronto se hace evidente que los mecanismos del mercado en particular (y, más en concreto, del gran mercado) ocupan un lugar predominante en el texto. También es relevante que los miembros escogidos de cada escenario sean siempre los más guapos de la clase. Art Basel como primera feria internacional. La Biennale como la gran exposición de referencia (llama la atención que tan sólo se mencione de pasada la Documenta de Kassel, quizá menos mediática pero mucho más interesante y actual que la anterior, que persiste en el anacrónico corsé de la representación nacional). El estudio de Murakami como artista representativo, cuando la realidad es que personifica un tipo muy determinado de artista: el artista-empresario de producción monumental. La casa Christie’s como uno de los altares forjadores de los grandes hitos históricos del mercado. Artforum como la publicación sobre arte más codiciada del mundo.
Así pues, y retomando la pregunta: ¿es este mundo espectacular una síntesis adecuada (ya que no representativa) del mundo del arte?
La respuesta podría ser: depende de a quién le interese. Quizá convenga recordar el título: Siete días en el mundo del arte. Sugiere una inmersión en un lugar que nos es ajeno, algo así como un viaje turístico. Una promesa de aventura por un territorio desconocido para muchos, un mundo demasiado vasto cuya visita debe reducirse forzosamente a sus hot spots primordiales. Thornton parece convidarnos a este pedazo de cielo; nos invita a infiltrarnos en el mundo exclusivo de las grandes colecciones, de los gustos refinados y del buen ojo cultural refrendado por la omnipotencia económica. En definitiva, nos organiza un safari exprés por la sabana de las grandes bestias del arte, donde podamos ejercer de fascinados voyeurs antes de volver a nuestras mediocres y aburridas vidas.
Así pues, quizá no es casualidad que tanto el estilo como el formato escogidos (relato etnográfico estructurado en una cronología diaria y unido en una semana simbólica) muestren una voluntad sintética y parezcan aspirar a una difusión amplia entre el público no especializado. Es un libro que se lee rápido, casi de un tirón. Su estilo es dinámico y fragmentario. Recuerda el estilo documental televisivo: alternancia de fragmentos de entrevistas con flashbacks y referencias cruzadas, todo bajo un hilo narrativo que se sirve de la repetición para crear sus personajes y lugares comunes. La búsqueda de empatía con el lector es palpable. Parece, pues, que uno de los objetivos de la autora es llegar al gran público.
Pero Thornton también es historiadora de Arte. Uno de sus intereses declarados es investigar los procesos de valoración que operan sobre una obra de arte hasta hacerla representativa. En otras palabras, la autora buscaría aquellos mecanismos que escriben hoy la Historia del Arte y, en base a los escenarios escogidos, parece que dichos mecanismos son necesariamente los más visibles y mediáticos.
Aun suponiendo que esto fuese cierto, lo que Thornton parece obviar es que estos mecanismos no operan sobre la totalidad de prácticas artísticas, seleccionando unas y descartando otras en igualdad de oportunidades. Nadie puede aspirar a ser seleccionado para el premio Turner o para la Biennale, ni puede soñar con una reseña en Artforum, si antes no ha sido elevado a un lugar visible en el panorama artístico. Y los caminos que conducen a ello son mucho más complejos y mucho menos “glamurosos” que el mundo aquí retratado. Son historias de pequeños éxitos o de grandes fracasos, de aciertos y desaciertos, historias de sinergias y de antagonismos lejos de los flashes de la prensa. Un mundo de trabajo diario en precario, de competencia por el acceso a plataformas altamente selectivas, donde hay que creer en uno mismo a pesar de las dificultades y lidiar con instituciones miopes o endogámicas; un mundo lleno de artistas que luchan por mantener la autonomía de su obra mientras buscan su necesaria difusión, y de galeristas que luchan por hacerle un hueco a sus creadores en una jungla hipercompetitiva y desigual, y de críticos comprometidos con el arte emergente desde plataformas modestas, y de jóvenes promesas que acaso nunca abandonen su condición de promesas. Éste es, también, el mundo del arte. El gran mercado, el mundo de los supertitulares, el éter burbujeante de la vie en rose, en suma, el espectáculo social de unos triunfadores encantados de haberse conocido, todo ello es tan sólo la punta del iceberg.
Thornton define su obra como una “muestra sintética y representativa de un período extraordinario en la historia del arte”. Una muestra que, a mi juicio, tiene mucho de sintética y poco de representativa. Thornton falla en su supuesto objetivo de esclarecer las vías por las que se refrenda el arte, puesto que se centra exclusivamente en esta punta del iceberg. En cambio, acierta a la hora de acercar este mundo al gran público: prueba de ello es que su obra puebla las estanterías de las librerías de medio planeta.
Sea como fuere, el caso es que Siete días en el mundo del arte es lo que es: un libro ameno y entretenido que nos permite conocer desde dentro el bullicio alrededor del gran Arte, y entender que el mercado influye no poco a la hora de certificar la permanencia histórica de los signos artísticos. Pero sobre todo nos permite observar, bien con fascinación, bien con reprobación, el apabullante universo social de una élite cultural. Que cada cual escoja su propia reacción.
Quizá sea éste uno de los mejores cumplidos que podamos hacerle a Thornton: que haya resistido la tentación de sacar conclusiones y las deje en manos del lector. No en vano ella misma reconoce en una entrevista: “me interesan más los juicios de los demás sobre el arte que los míos propios”. Puede que el arte no sea espectáculo, pero lo que parece cierto es que una buena dosis siempre ayuda a acercarlo a las grandes masas. Aunque sólo sea por ello, chapeau.

ALGUNAS CONSIDERACIONES DE TIPO LEXICOGRÁFICO SOBRE MI OBRA


“Tú tienes una cierta tendencia a la deriva”.

Hace poco, un profesor de arte me hizo este comentario refiriéndose a mi obra. Aquello me dejó perplejo.
Creo que mi perplejidad no provenía de mi acuerdo o desacuerdo con tal aseveración, lo cual por lo demás es irrelevante. Provino más bien de la constatación de que el comentario girase en torno a un término en concreto, ese término y ningún otro. La cosa podría haber tenido implicaciones radicalmente diferentes de haber sido del tipo: “tú tienes una cierta tendencia a la dispersión”, o incluso: “tú tienes una cierta tendencia a la indecisión”. Con cualquiera de estos enunciados la perplejidad no habría existido, ya que uno acaba conociéndose al cabo de los años y ya le suenan algunos de los epítetos de que es merecedor.
Pero no ocurrió nada de esto. La palabra era deriva.
Una rápida búsqueda en el diccionario me hizo saber que, en náutica y en aeronáutica, la deriva es el abatimiento o desvío de la nave (o aeronave) de su verdadero rumbo por efecto del viento, del mar o de la corriente. Por tanto, si el comandante a bordo quiere dirigirse a un punto determinado en línea recta –lo que suele ser habitual por otra parte–, debe realizar una corrección de deriva en su rumbo para contrarrestar los efectos indeseados. Como es lógico, una premisa fundamental es que el comandante debe saber con certeza a qué emplazamiento debe, o quiere, dirigirse.
Los pilotos suelen tener una idea muy concreta de cuál va a ser su destino, propiciada por el hecho ineludible de que todos los pasajeros del avión o barco coinciden en el lugar al que quieren dirigirse. Esta feliz coincidencia hace que el piloto, que acostumbra a ser servicial, se vea liberado de la necesidad de tomar una decisión al respecto. Y digo liberado porque no suele ser una decisión fácil. Y si no preguntémonos cuántas veces nos dirigimos a algún lugar guiados estrictamente por nuestra voluntad, y no por alguna obligación o necesidad. Y aunque esto ocurra, preguntémonos si realmente estamos seguros de querer ir justamente a ese lugar. Lugares hay muchos, y de ellos muchos son objeto de interés.
Así que resultaba que yo, piloto de mi propia obra, una obra cuyos pasajeros son cada uno de su padre y de su madre, pasajeros que provienen del cine, de la literatura, del legado artístico de unos y otros, de la modernidad, de la posmodernidad, de la vida cotidiana y sus avatares diversos, de mi propio acervo de estímulos, intereses, obsesiones, miedos y fobias, desvaríos, quehaceres, experiencias sexuales, vivenciales o psicotrópicas; pasajeros que se mezclan entre sí y forman grupos de afinidades lúdicas, o bien se repelen en un recíproco desentendimiento, o incluso se enzarzan en violentas peleas para acabar reducidos a un amasijo de vísceras sanguinolientas a ser recicladas en el menú de a bordo (dado que hay crisis en el sector y no cabe desperdiciar nada); yo, piloto de todo esto y de mucho más, no sólo no tenía claro a qué puerto quería llegar, sino que vagaba a merced de los elementos sin una mínima corrección de deriva. Estupendo.
Pero el diccionario también daba pie a la esperanza. A renglón seguido pude leer que, en geología, la deriva continental es el desplazamiento lento y continuo de las masas continentales sobre un magma fluido en el curso de los tiempos geológicos. Entonces, si mi obra se desplazaba lenta pero continuamente, ¿no había en ello una dirección implícita? Aquello me hizo presa de una repentina felicidad. Aunque, bien pensado, también estaba la circunstancia de desplazarse la masa (la obra) sobre un magma fluido: sin desintegrarse, sin derretirse por el efecto del calor que la hiciera mezclarse sin solución de continuidad con ese magma informe. Acaso fuera ésta una metáfora sobre los artistas de la anti-forma, en cuyo caso el profesor me estaría diciendo que mi obra se resistía a la disolución de la forma, es decir, que conservaba todavía un patético apego a la idea obsoleta de obra-objeto, a estas alturas del siglo XXI y su poliédrica realidad artística. Un verdadero dilema.
Acto seguido leí la siguiente acepción del concepto. En biología, la deriva genética es la evolución del genoma de una población a lo largo de sucesivas generaciones. Otro brote de optimismo: desde Darwin, la palabra evolución implica un mejoramiento, una tendencia a lo positivo. ¿Me estaba diciendo mi profesor que mi obra estaba evolucionando? Aunque, claro está, si esta evolución se produce necesariamente “a lo largo de varias generaciones”, ello significa que será la obra de mis hijos, o peor aún, la de mis nietos, la que será evolutivamente superior a la mía. Dos contrariedades: primera, mi propia obra nunca evolucionará por más empeño que yo le ponga; segunda, debería plantearme de una vez tener niños.
A tal estado de desánimo vino a sumarse otro hecho. En un acceso de crueldad, el diccio­­nario me arrojó la última definición: ir a la deriva significa ir sin dirección o propósito fijo, a merced de las circunstancias. El mensaje de esta definición se parecía sospechosamente al de la primera, la del mundo de la náutica, excepto en que ahora se hacía referencia al papel determinante de las circunstancias. ¿Se refería el profesor, en un ejercicio de erudición, a “la circunstancia” de Ortega y Gasset? En tal caso mi obra (como emanación del yo) dependía estrechamente de mi propia vida. Enseguida me consideré emulando a John Cage y a los artistas del fluxus en la encomiable tarea de aunar arte y vida. Pero había que sopesar la posibilidad de que el citado profesor nunca hubiese leído a Ortega­­­; así pues, ¿se refería simplemente a que mi obra se zarandeaba a merced de cualquier cosa menos una voluntad artística? Bien es cierto que era otra posibilidad.
Tras este saludable ejercicio lexicográfico, un ser pesimista o simplemente con sentido común habría captado por fin el mensaje y dejado inmediatamente de hacer arte. Porque, si su obra navega sin rumbo conocido, si está anclada sin remedio en la idea burguesa del arte-objeto, si sólo puede evolucionar a través de sus hijos y si, además, su vida nada tiene que ver con el arte, ¿qué sentido tendría seguir con ello? Al menos se le vería un bello gesto final que acaso fuera el único acto artístico honesto, al más puro estilo de los Bartleby de Vila-Matas: dejaría de hacer. O dicho de otro modo, preferiría no hacerlo.
Pero uno es un tozudo patológico, se aburre con Vila-Matas y además está seguro de que sus hijos le saldrán contestatarios y aborrecerán el arte. Y por otro lado, con suerte pronto ya no habrá más profesores en mi vida. Tan sólo habrá el mismo mar solitario de siempre, un mar lleno de posibilidades, ideal para tomar el barco y olvidarse en casa las cartas de navegación.